Luz que se resiste en el olor del polvo de Leonel Plazas Mendieta

Leonel Plazas es un escritor y filósofo colombiano que hará parte de la cuarta versión de Popayán Ciudad Libro, evento que se llevará a cabo del 24 al 31 de octubre, donde presentará uno de sus más recientes libros.

Por: Omar Alejandro Gonzáles Villamarín

No recompongas tu sepultada y melancólica infancia.
No osciles entre el espejo y la memoria que se  disipa.
Carlos Drumond de Andrade.

La alegría, yo la creo en este poema.
Ledo Ivo.

Una batalla se anuncia entre el hombre y sus recuerdos, viene la infancia para dar nueva luz a la sombra que es el hombre; de ese encuentro surge el milagro de la poesía. En ese milagro nos encontramos al leernos todos en el lienzo del pasado.

En los poemas de “El olor del polvo”, del autor nacido en Cartagena del Chairá, Caquetá, pero registrado en tierras opitas, gana la voz de la ingenua mirada, de la tierna contemplación del niño que devora con inquietud y curioso el mundo para compartirnos, desde su mirada, el primigenio asombro. Pero los caminos pronto crecen, como crece y se agudiza la mirada del infante cuando la realidad se muestra cruda. Caminos de muerte, miedo y desconcierto dan aplomo al acto de la palabra para nombrarlo todo y bautizarlo por la gracia de la propia voz, recién adquirida.

La libertad de nombrarse, así sea lo único que le heredo” nos dice la voz poética memorando las palabras de su padre cuando lo llevaron a registrarlo, mientras revela que su nombre vino de la pasión por el fútbol y su capacidad recia para crear ídolos. La melena de Leonel Álvarez, eterno central de la selección Colombia, nos asiste para que en la lectura sea la voz de la infancia del poeta la que dialogue con nuestra propia memoria. Dijo Ciorán en su ensayo Paraíso Perdido que “Sólo existe un fracaso; dejar de ser niño”. No hay fracaso cuando se mezclan fútbol y poesía, porque es siempre la voz del niño la que memora que antes que lleguen los agrios días al pueblo, hay un poco de luz que se resiste.

En la contemplación voraz que el niño Leonel hace de su entorno reinan por igual el silencio y la oscuridad. Lo que al inicio fue lucidez, verdor y primigenio asombro pronto se torna serio, denso, cargado de una atmósfera que vaticina destierros y huidas. Porque la sombra viene a posarse sobre las cosas, a tragarse a los habitantes de la selva huilense y caucana, que aunque duros y recios, sienten que les gana el miedo y ven cada noche la materia hostil del desarraigo:

Los Muchachos del Monte empiezan a hablar y todo mundo está en silencio. Preguntan que si los dejan ir o los echan al río. La gente dice que los dejen ir y que si vuelven que los maten. Los sueltan y todo el mundo les da monedas. Deben desaparecer en cinco minutos del pueblo.

Los Muchachos antes de irse al Monte dicen, el pueblo perdona demasiado.

 

 

En una breve reseña que realiza el escritor Álvaro Miranda en abril de 2019 para la revista La raíz invertida sobre este poemario, resaltan las siguientes líneas: “El niño es solo es un observador, un imitador que, al final, con el paso de la vida, podrá reflexionar y en el caso del personaje llamado Leonel, del libro de Leonel Plaza, solo podrá hacer imágenes muy fuertes sobre lo que ha recibido.” El hombre que es Leonel Plazas no puede ser otro que el niño Leonel del poemario, se siente en el aura del libro un fuerte  tono nostálgico que desemboca en el difícil río de la infancia redimida, ahora vista por el hombre que revela, como si se tratara de un rollo viejo, las fotografías del pasado, los cuadros del humilde marginado que vio cómo paso a paso, bota a bota, pelotón a pelotón, desapareció su aldea.

En la mirada del niño no cabe el rencor, no cabe el odio, por eso en los poemas del “El olor del polvo” sentimos que la detracción a que es sometida la aldea por parte de los adultos armados, está apenas visible, entre velos de una memoria que ya adulta no desea ahondar en la verdad, pues prefiere que sea difuminado el aliento de las armas y así sostener el aroma del terruño recordado con afecto.

Quizá sea este el motivo que lleva a la mirada del niño Leonel a contemplar colorida la llegada de los fusiles empuñados por mujeres: “Han llegado con uniformes verdes como el pasto. Son lindas. Tienen fusiles grandes y están bien peinadas. En el pueblo les dicen Muchachas.” Parece una guerra distinta en estos ojos preñados por la ingenuidad, que aún no comprenden el fenómeno del reclutamiento, y que requieren la voz del padre que desde el fondo de un recuerdo, fuerte y sereno, las detiene: “A mi hijo ni lo miren, primero las ideas que la muerte, quien mata renuncia a la  verdad.”

No quiero extender esta reseña más allá de los sentidos iniciales, porque siento que podría arrebatar la posibilidad de que ahora mismo el niño pueda asomar por la ventana del libro para redimir su infancia más allá de la circunstancia de violencia vivida, pues como dijera el maestro Ledo Ivo en una de las estrofas de su poema “La infancia redimida”:

Aunque sea trágica e íntima de la muerte
La vida es un reino – la vida es nuestro reino
No obstante el terror, el éxtasis y el milagro.

…el milagro de la poesía, que es tierna y noble y juega como los niños a columpiarse en el sentido y en la palabra, porque no se acepta su sepulcro en el pasado –como insinuaría Drumond de Andrade-, ni las lápidas de una memoria en desuso. Todo el que escribe está signado por la muerte, pero lo hace desde la mirada de un niño.

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